EL PRIVILEGIO DE MORIR | Venganza

Después de una pausa, continuamos cargando en el blog los artículos que forman parte de la revista dedicada a la venganza. Es el turno de Carolina Hoz de Vila que nos hizo llegar este relato.

El privilegio de morir

La muerte es un premio. El desaparecer concede al individuo el privilegio de lavar sus culpas. La muerte es una venganza contra el anonimato. Las deudas se disuelven con este fenómeno. Cuando alguien muere, la solidaridad de los vivos nace, con una aureola angelical en su memoria. El difunto corre la suerte de elevarse como un santo entre la multitud. Se convierte en un mito que empalaga las palabras. Las plegarias lo ensalzan como si fuera un prodigio de milagros y virtudes. El señor Frasco es uno de estos casos.
Él era una sardina triste en el fondo de un envase. Enlatado, conservaba ideas fijas desde hace años, sin ver más allá del paquete en que se resguardaba. Frasco era el perfecto cascarrabias que se enfrascaba en una máquina de escribir. Valga la redundancia. El artefacto le servía de arcabuz para disparar veneno a todo intruso que rondara su terreno. Veía enemigos hasta donde no existían.
Las teclas de su máquina consagraban una música diaria al odio. Sus palabras goteaban como la tinta agria de un calamar en su salsa, a punto de hervir. Todos los días planeaba destruir con su máquina a rivales imaginarios. Desde su nave, dedicaba horas enteras al insulto y la calumnia hacia todo aquel que le hiciera sombra. Cuentan por ahí que construía un invento capaz de intoxicar al mar entero. Para eso creaba, paso a paso, un armamento de misiles con adjetivos y calificativos que fulminarían en segundos a cualquier ciudadano.
La obra no llegó a su fin. El genio se ahogó en su veneno transgénico. Su máquina de escribir despidió una tinta pestilente y se mezcló con su bilis. Hay quienes dicen que lo mataron sus fantasmas. En el examen forense se narra cómo el olor que expelió su lata, cuando la abrieron, era más fuerte que el almizcle de una casa abandonada. Murió asfixiado. No pasó ni un día para que los demás expresaran dolor por su partida.
Frasco tenía más enemigos que admiradores, cabe señalar. Esa mayoría de la población, que alguna vez fue su víctima, se entregó al perdón. La adoración repentina de estos devotos empezó con una cadena de homenajes en su honor. Los fieles entregaron sus llagas y remordimientos por amor a la sardina que alguna vez los hirió. Dieron su otra mejilla, y olvidaron los pormenores que vivieron con él. Se sentían culpables de su desaparición y la ofrenda era una forma de esquivar un terror: la muerte. De lo amargado que fue, pasó a ser recordado como el carismático comediante. Del envidioso pasó a ser el ser generoso que cambió el destino de una nación.
Dos días bastaron para que la criatura saliera de su lata hacia la eternidad, y se convirtiera en un fenómeno mediático. Ahora era una superestrella marina que bogaba en las aguas del sueño colectivo. La muerte mejoró su calidad de habitante. Buceaba como una pieza de museo en un fanal de cristal. El señor Frasco despertó los delirios religiosos de los penitentes. La ciudad marina coleccionó sus objetos más preciados, como su máquina de escribir, por ejemplo.
La consagración del muerto es el triunfo del espectáculo. La vida llena sus huecos con la compasión. La muerte se venga de la poca importancia que tuvo alguien en vida, y le concede un extraño protagonismo. De ahí, la transformación que Frasco sufrió al ponerse de moda, en cuestión de días. Con cada muerte, el mundo se siente un poco más culpable, y necesita de héroes para alimentar su fe. La sociedad expía su miedo a lo desconocido a través del sentido pésame.
Un año transcurrió y la fama de Frasco se evaporó. Todos volvieron a sus quehaceres, olvidando el teatro de la piedad. Ya no era la estrella salada. Su aspecto se descompuso tanto que el mar lo escupió a la superficie, y volvió a verlo como a una vulgar sardina, de mal olor, que antes agriaba la vida. Quizás su fama empezó a apestar, al igual que su cadáver.